La
singularidad de Stephen Hawkins
Daniel
Martín Reina
No hay físico más famoso que él, pero no es
premio Nobel. Ha aportado a la cosmología ideas originales y elegantes, aunque
difíciles de confirmar. Y sus cambios de opinión siempre son noticia. ¿Qué hay
en la mente de este gran científico?
En el verano de 1964 el astrónomo
inglés Fred Hoy le estaba en la cima de su fama. Se encontraba en Londres para
dar una conferencia en la que iba a explicar su hipótesis sobre el origen del
Universo ante los miembros de la muy prestigiada Royal Soviets. Hoy le disentía
de la hipótesis de la gran explosión (biga bango), según la cual el Universo
empezó como un punto de densidad infinita y hoy se expande. Para él, el
Universo no tenía principio ni fin y siempre había presentado el mismo aspecto.
Aunque las galaxias se
Separaban, como se sabía desde los
años 30, Hoy le pensaba que en el espacio intergaláctico se iba creando materia
nueva constantemente, de forma que la densidad total del Universo nunca
cambiaba. La idea de Hoy le, alternativa a la gran explosión, se conoce como
teoría del estado estacionario (ver ¿Cómo ves? No. 161).
Después de los aplausos, Hoy le
solicitó preguntas. Un joven delgado y de aspecto frágil se puso en pie con mucho
esfuerzo usando un bastón. Era un estudiante de física recién licenciado al que
se le había diagnosticado esclerosis lateral amiotrofia (ELA), una terrible
enfermedad degenerativa. Para asombro del público, el joven señaló que Hoy le
se había equivocado en un cálculo. Lo sabía porque él mismo había realizado ese
cálculo. El error echaba por tierra el razonamiento de Hoy le, quien abandonó
la sala enfurecido.
El atrevido joven que humilló a Hoy le
se llamaba Stephen Hawkins y hoy es sin duda el científico más famoso del
mundo. Contra los pronósticos médicos que en los años 60 le auguraban una vida
muy corta, Hawkins cumplió 70 años en enero de este año. Y vivir confinado a
una silla de ruedas y hablar por medio de un sintetizador de voz desde hace varias
décadas no le ha impedido transformar nuestra imagen del Universo con ideas
elegantes y originales.
Singularidad en el pasado
El 8 de enero de 1942, exactamente
300 años después de la muerte de Galileo Galilei, nació Stephen hacking en
Oxford, Inglaterra, adonde sus padres se habían trasladado temporalmente
durante la Segunda Guerra Mundial. Stephen fue un niño debilucho y torpe de
movimientos, pero en la escuela era brillante y sacaba buenas notas sin ningún
esfuerzo. Terminó los estudios de física en Oxford con calificación de
sobresaliente, lo que le abrió las puertas del Trinity Hall de la Universidad
de Cambridge. Allí llegó en el otoño de 1962, a los 20 años, con la intención
de profundizar en el conocimiento del cosmos.
Para entender la estructura del
Universo en la escala más grande necesitamos una descripción matemática de la
atracción que ejercen las galaxias unas sobre otras; es decir, una teoría de la
gravedad. A principios del siglo XX los cosmólogos abandonaron la venerable
teoría de la gravitación universal de Newton en favor de la teoría general de
la relatividad, propuesta por Albert Einstein en 1915. La teoría de Einstein
combina el espacio y el tiempo en una única entidad de cuatro dimensiones,
llamada espacio-tiempo. La presencia de materia y energía en este
espacio-tiempo tiene un efecto parecido al de una bola de plomo en una cama
elástica: hace que el espacio-tiempo se combe. La masa del Sol, por ejemplo,
deforma el espacio-tiempo a su alrededor, lo que obliga a los planetas a desplazarse
en torno suyo describiendo trayectorias curvas, como canicas que ruedan en un
embudo. En la teoría general de la relatividad el movimiento de los cuerpos es
consecuencia de la forma (o la geometría, como dicen los físicos) del
espacio-tiempo, sin necesidad de ningún tipo de fuerza.
Una década más tarde, en 1929, el
astrónomo estadounidense Edwin Hubble descubrió que las galaxias no estaban
quietas, sino que se separaban unas de otras. La causa más probable era que el
propio Universo se expande, como si fuera un enorme globo. Hasta ese momento
los científicos pensaban que el Universo era estático e inmutable. Pero si las
galaxias se estaban separando, esto significaba que en el pasado estuvieron más
juntas. ¿Hubo un momento del pasado en que todas las galaxias estuvieran
infinitamente juntas, todas en un punto? La hipótesis de la gran explosión,
basada en las observaciones de Hubble, supone que sí, pero durante 30 años
persistió esta duda: ¿permiten las leyes de la física que existan acumulaciones
de materia de densidad infinita, tales como el Universo al momento de la biga bango?
La respuesta estaba en la propia
relatividad general y fue Stephen Hawkins quien la encontró. Desde mediados de
la década de 1960, se dedicó al estudio de las llamadas singularidades: puntos
donde la curvatura del espacio-tiempo se hace infinita. Hawkins y el matemático
británico Roger Pen rose desarrollaron nuevas técnicas matemáticas para
analizarlas. Finalmente, en 1970, consiguieron demostrar que, según la teoría
general de la relatividad, tuvo que haber en el pasado del Universo un estado
de densidad infinita, con toda la materia y energía concentradas en un espacio
mínimo. Esa singularidad era el principio del Universo, el biga bango o gran
explosión, y también marcaría el inicio del tiempo. El trabajo de hacking y Pen
rose, por cierto, terminaba de hundir la teoría del estado estacionario de Hoy le,
lo que le dio a éste otro motivo para aborrecer a hacking. Pero eso no era
todo. Hacking y Pen rose también demostraron que la relatividad general
contempla, además de una singularidad inicial, una posible singularidad final
para el Universo: si su expansión se fuera frenando poco a poco hasta
revertirse, entonces el Universo empezaría a contraerse hasta llegar a lo que
podría llamarse biga crencha o gran implosión. Empero hoy en día sabemos que la
expansión del Universo, lejos de frenarse, se está acelerando, por lo que no
habrá biga crencha (ver ¿Cómo ves? No. 58).
No tan negros
El principio y el final de Universo
no son las únicas singularidades que predice la teoría general de la
relatividad. Sólo un mes después de que Einstein publicara su teoría, en 1915,
el físico alemán Karl Schwarzschild calculó que si un cuerpo celeste se
comprimiera hasta cierto tamaño (que hoy se denomina radio de Schwarzschild),
la gravedad en su superficie sería tan intensa, que ni siquiera la luz podría
escapar: el objeto se convertiría en lo que hoy llamamos un agujero negro.
Si únicamente se toman en cuenta los
efectos gravitacionales, un agujero negro es una cosa relativamente simple:
todo lo que se pueda decir de él se puede deducir de sólo tres magnitudes
físicas: su masa, su carga eléctrica y su velocidad de rotación. Al formarse el
agujero negro (digamos, por la contracción final de una estrella que muere), se
pierde toda la información adicional: de qué estaba hecha la estrella que se
contrajo para formar el agujero negro, cuánto tiempo tenía de existir… Si otro
objeto traspasa la frontera —u horizonte— del agujero negro, también desaparece
para siempre. Pero en 1915 se ignoraba por completo lo que ocurría en el
interior del agujero, pues ahí no tenían validez las leyes de la física.
En 1974 hacking tuvo una idea genial:
tomar en cuenta la física cuántica —la teoría que gobierna el mundo atómico—
para entender lo que ocurre en el borde de un agujero negro. De acuerdo con la
física cuántica, el vacío en el sentido más estricto no existe. Aún el vacío
más extremo rebosa de actividad: un continuo chisporrotear en el que de la nada
aparecen y desaparecen parejas formadas por una partícula de materia (por
ejemplo, un electrón) y su correspondiente partícula de antimateria (un
positrón), que, no bien se forman, chocan una con la otra y se aniquilan, como
exige la física cuántica. La existencia de estos pares de partícula
antipartícula es tan breve que no puede observarse directamente, pero sí se
pueden medir sus efectos indirectos. Por eso se les llama partículas virtuales.
Al vacío poblado de estos efímeros pares de partículas virtuales se le llama
vacío cuántico.
Al aplicar la idea de vacío cuántico
en las cercanías del horizonte de un agujero negro, hacking comprendió que los
pares virtuales creados justo en el borde se separarían antes de poderse
aniquilar: una partícula desaparecería en el abismo del agujero negro mientras
que la otra, al haber perdido a su compañera, no tendría con quién destruirse y
se podría escapar. En la práctica, esto era lo mismo que decir que el agujero
negro emite radiación. Hacking acababa de demostrar que los agujeros negros no
son tan negros.
Esta radiación de hacking tendría una
consecuencia sorprendente: como la radiación lleva energía y la energía es
equivalente a la masa (E = mc2), un agujero negro que emite radiación de Hawkins
va perdiendo masa; en otras palabras, se va evaporando. Lo hace a un ritmo muy
lento, pues el tiempo necesario para que se evapore por completo un agujero
negro del tamaño de varios soles sería mucho mayor que la antigüedad del
Universo, pero no sería infinito.
Todavía no sabemos si existe la
radiación de Hawkins, aunque recientemente unos científicos italianos dirigidos
por Daniela Facción, de la Universidad de Encubría, informaron haber producido
en el laboratorio algo análogo a la radiación de agujeros negros. La comunidad
científica aún no está convencida.
Los primeros síntomas del mal que
padece Stephen Hawkins aparecieron durante su último año en Oxford, cuando se
cayó varias veces por las escaleras. Poco después de su llegada a Cambridge,
una revisión médica confirmó el peor de los diagnósticos: Hawkins sufría ELA,
esclerosis lateral amiotrofia, también conocida como enfermedad de Lou Georg.
La ELA es una enfermedad degenerativa
de las células nerviosas de la espina dorsal y del cerebro. Estas células
controlan la actividad muscular por lo que, a medida que avanza la enfermedad,
los músculos se van atrofiando hasta que el cuerpo queda reducido a un estado
vegetativo. La comunicación del enfermo con el mundo que lo rodea resulta
imposible y acaba muriendo al poco tiempo. Cuando a Hawkins le diagnosticaron
la ELA le dijeron que le quedaban dos años de vida.
Por suerte, la cosmología sólo
requería de su mente, una de las pocas funciones de su cuerpo que la enfermedad
dejaría intactas. El joven terminó su tesis y se volcó en sus investigaciones
con renovado entusiasmo. Al poco tiempo se casó con Jane Wilde, joven inglesa
que sería la madre de sus tres hijos. Aunque resulte paradójico, fue más feliz
en esa época que antes de saber que estaba enfermo.
Pero con los años la ELA siguió su
curso de forma implacable. Del bastón pasó a las muletas para, más tarde,
acabar en una silla de ruedas. Llegó un momento en que Hawkins no podía
escribir ni alimentarse solo, y su voz se convirtió en un susurro apenas
audible. En 1985 fue operado de urgencia por culpa de una neumonía, y en la
operación que le salvó la vida perdió la voz por completo. Pero su mente estaba
en plena forma y realizaba los cálculos matemáticos más complejos sin necesidad
de escribir. ¿Cómo iba a poder comunicar sus ideas ahora?
Fue entonces cuando empezó a utilizar
una herramienta informática que permitía seleccionar palabras de entre un menú
de 3 000. Pegado a su silla de ruedas, Hawkins operaba el aparato por medio de
un sensor adaptado al movimiento de la mano y que requería un mínimo
desplazamiento del dedo. Una vez construida la frase, un sintetizador de voz la
pronunciaba.
Y ésta es, básicamente, la imagen que
hoy tenemos de él: encogido en su silla de ruedas, con la cabeza inclinada
hacia un lado y hablando con voz metálica. Un hombre admirable que ha sido
capaz de superar todos los obstáculos de su terrible enfermedad.
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